Llegado a su tribu, Setoc comenzó por pedir quinientas onzas de plata a un hebreo al que se las había prestado en presencia de dos testigos; pero aquellos dos testigos habían muerto y el hebreo se quedaba con el dinero de Setoc porque éste no tenía pruebas del préstamo. Setoc confió su problema a Zadig, que se había convertido en su consejero.
-¿En qué lugar prestasteis vuestras quinientas onzas de plata a ese infiel? -preguntó Zadig.
-En una inmensa piedra que hay junto al monte Horeb –respondió Setoc.
-¿Qué carácter tiene vuestro deudor?
-El de un bribón -respondió el amo.
-No, yo os pregunto si es un hombre burlón o flemático, avisado o imprudente.
-De todos los malos pagadores, es el más burlón y avisado que conozco.
-Pues bien -concluyó Zadig-, permitidme que yo defienda vuestra causa ante el juez.
En efecto, el tribunal citó a las dos partes para la mañana siguiente. Y habló así Zadig ante el tribunal:
-Almohada del trono de equidad, vengo a pedir a este hombre, en nombre de mi amo, quinientas onzas de plata, que no quiere devolverle.
-¿Tenéis testigos? -preguntó el juez.
-No, están muertos, pero hay una gran piedra sobre la que fue contado el dinero: y, si place a Vuestra Grandeza ordenar que se vaya a buscar la piedra, espero que ella nos dará testimonio del trato. Entretanto, nosotros nos quedaremos aquí a la espera de que Setoc, mi amo, vaya a buscarla y la traiga.
-De acuerdo -respondió el juez. Y se puso a despachar otros pleitos.
Cuando habían pasado ya algunas horas y se acercaba el final de la audiencia, dijo el juez a Zadig:
-Y bien, ¿todavía no ha llegado vuestra piedra?
Zadig guardó silencio, pero el hebreo, riéndose, respondió:
-Ni llegará. Vuestra Grandeza se quedará aquí hasta mañana y la piedra no habrá llegado: está a más de diez kilómetros de aquí y se necesitarían dos docenas de hombres sólo para moverla.
-Pues bien -exclamó Zadig -, ya os había dicho que la piedra os daría testimonio del trato. Puesto que este hombre sabe dónde está y cuáles son sus características, esta confesando que sobre ella fue contado el dinero.
El hebreo, desconcertado, pronto fue obligado a confesar. Y el juez ordenó que fuese atado a la piedra, sin comer ni beber, hasta que hubiese devuelto todas las onzas, lo cual se apresuró a hacer el hebreo.
Así, el esclavo Zadig y la piedra ganaron gran predicamento en Arabia.
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